
Es normal que el emprendimiento surja entre personas que tienen una relación previa. Nos conocemos, confiamos, compartimos una idea y nos ponemos en marcha. Y claro, tiene sentido que lo proyectemos en el nombre de la sociedad.
Puede ser algo descriptivo (Pérez y López, S.L.), hasta algo más emocional, como ocurre en el País Vasco, donde es relativamente frecuente que los fundadores de una empresa hagan alguna mención a ellos mismos en el propio nombre de la sociedad que constituyen. Así, por ejemplo, se pueden encontrar nombres como “Laurok” (nosotros cuatro), “Adiskideak” (amigos), o “Gurea” (la nuestra).
Sin embargo, aunque el nombre de una empresa pueda reflejar la cercanía entre los fundadores, esta proximidad no siempre garantiza que la sociedad vaya a funcionar bien a largo plazo.
Elegir el socio adecuado para emprender es crítico, y a menudo no se le da la relevancia que tiene. Un error en este sentido puede ser fatal para el futuro a largo plazo de la sociedad.
De hecho, un primer error podría ser, precisamente, emprender con alguien que no debería ser socio. Es comprensible que el emprendedor primerizo sienta miedo y busque acompañarse de alguien, o que no tenga los recursos suficientes para pagar empleados.
Sin embargo, caer en la tentación de ofrecer participación a alguien que debería ser empleado (por ejemplo, alguien con experiencia en finanzas) puede traer problemas mayores. Quien no tiene mentalidad de socio puede acabar siendo un obstáculo, agravando las tensiones en la propiedad y dificultando la gestión a largo plazo.
No tiene nada que ver emprender con gestionar o administrar. Al principio, uno hace de todo, pero con el tiempo, se acabará viendo quién cae de qué lado. Y entonces, no importa que la empresa vaya muy bien o muy mal, llegan las tensiones a nivel de la propiedad, que se trasladan inevitablemente hacia el resto de la empresa.
En este sentido, un empresario alemán que tenía intereses en España me contó que le llamaba la atención la forma en que los españoles se embarcaban en aventuras con socios. Tenemos la idea, nos miramos a los ojos y vemos que a ambos nos brillan, imaginamos el futuro y todo son parabienes, quedamos en el notario, ponemos la pasta, y en marcha. Ya llegarán los problemas, sin que los hayamos previsto, sin que tengamos fórmulas preparadas para encauzarlos proactivamente.
Según aquel empresario, en Alemania la cultura no es así. OK, tenemos la idea, pero antes de ponernos en marcha, en un ejercicio de empresa-ficción, identifiquemos lo que puede ir más, los potenciales conflictos, las tensiones que se nos ocurre que pasarán. Discutamos sobre ello, dando respuesta a la pregunta “¿Qué pasaría si…?”.
Sólo cuando hayamos exprimido el coco, y hayamos llegado a acuerdos sobre esas situaciones (asegurándonos de haber tenido conversaciones difíciles), solo entonces, nos ponemos en marcha. Y todo eso que hemos hablado, se refleja en el acuerdo extraestaturario entre socios.
Precisamente, hay una situación que no es extraña entre socios de pequeñas empresas. Imaginemos cuatro socios que han puesto en marcha un negocio, y unos años después, por el motivo que sea (irrelevante a los efectos de la empresa), uno de ellos quiere irse. ¿Qué hacemos en este caso? ¿Cómo arbitrar una solución que satisfaga a todos, y que proteja a la sociedad, para que siga adelante?
Una posible aproximación es la siguiente: el que se va lo anuncia a sus socios, y les dice que, en su opinión, la empresa vale X. Por tanto, cada uno de los otros socios debe darle X/3. La sorpresa de sus socios es mayúscula (¿¡Cómo!? ¡La empresa no vale tanto! ¡Además, no tenemos dinero para dárselo y que se vaya!). Pueden negociar el precio, y en el mejor de los casos, llegar a un acuerdo.
También pueden entrar en un amargo debate, salpicado de elementos emocionales y subjetivos (yo tuve la idea, yo he trabajado más que tú, nadie quiere a la empresa como yo), y si la cosa se tuerce, hay muchos malos finales que no voy a enumerar aquí. Nada peor para una empresa que una lucha encarnizada entre socios.
Para facilitar el proceso de salida de un socio que quiere irse, existe un enfoque muy pragmático, que me contó hace años un empresario catalán. Se denomina “cláusula andorrana” (se ve que era frecuente en los acuerdos entre socios de Andorra, claro).
Los objetivos de esta cláusula son dos. En primer lugar, proteger la sociedad. Y en segundo, evitar largos e incómodos debates que consumen mucho tiempo y no ayudan a nada.
Volvamos a la situación: el socio quiere irse, por lo que sea. La cláusula andorrana dice que el que se va, fija el precio de la sociedad (y, por consiguiente, el precio de sus acciones). Los demás accionistas, en base a ese precio, deciden si compran o venden, si se van o se quedan.
¿Cómo es eso? Sí, la idea es que, si el que quiere irse cree que el negocio vale tantísimo, entonces, amigo, quédate tú con la empresa y danos lo nuestro.
El punto clave de la cláusula andorrana es que el que se va tiene la libertad de poner el precio, pero también la obligación de comprar las acciones de los demás, si éstos se las quieren vender. De esta forma, quien se va tiene un buen motivo para no hacer una valoración excesiva, facilitando que los demás se hagan cargo de sus acciones a un precio razonable, y permitiendo que la actividad de la empresa continúe con socios que quieren quedarse de verdad. Esto asegura que tanto el precio como la transición sean justos, protegiendo la estabilidad de la empresa y evitando conflictos innecesarios.
Bastante duro es emprender y aguantar la complejidad del negocio, las personas, los impuestos, los bancos, como para tener que convivir a disgusto con un accionista que, sí, estuvo muy motivado en el origen, pero que ahora no quiere seguir. Incluir la cláusula andorrana es una buena práctica que ahorrará una incomodidad muy habitual entre emprendedores.
El objetivo de los accionistas de una empresa no es ser amigos, sino contribuir con sus recursos, su visión a largo plazo, su dirección estratégica a la sociedad. Por eso, muchas pequeñas compañías, teñidas de relaciones de amistad o familia, ven cómo se cortocircuitan algunos mecanismos esenciales para el gobierno de la empresa.
Con todo y con eso, la amistad es posible entre socios, cómo no. Tuve una sociedad, hace años, con dos socios. Cuando nos presentábamos ante terceros, siempre hacíamos la misma broma: “Somos socios y sin embargo, amigos”. Casi todo el mundo nos miraba dudando, como pensando… ¿de verdad?
Al final, el éxito de una empresa no depende solo de una buena idea o del entusiasmo inicial, sino de la solidez de las relaciones entre los socios y su capacidad para adaptarse a los retos del futuro.