
ESCENA 1
Entrevista en las oficinas de un head-hunter. Candidato desesperado por encontrar trabajo. El entrevistador lanza la pregunta (previsible) y el candidato lanza la respuesta (aún más previsible):
- – ¿Es usted una persona flexible, adaptable, con vocación de cambiar y evolucionar?
- – ¡Por supuesto! A lo largo de mi carrera he llevado a cabo numerosos cambios, por voluntad propia, y todos mis jefes y compañeros siempre me han reconocido mi proactividad y mi actitud positiva hacia nuevas actividades y funciones, ya sea en España como en otros países.
ESCENA 2
El candidato fue contratado. Ha pasado año y medio. Su jefe le comunica un cambio de funciones, así como una nueva ubicación en la oficina: ya no tendrá despacho, y tendrá que trabajar en una pradera de mesas, en un proyecto crítico para la empresa, pero que no tiene mucha visibilidad interna. El candidato vuelve a casa y se lo cuenta a su pareja:
- – ¡No hay derecho! Llevo año y pico currando como una bestia, y mira cómo me lo reconocen. Vaya bluff. Así no puede ser. Ya me di cuenta yo, al mes de llegar, que no era oro todo lo que relucía. No sólo lo vi, sino que me lo dicen todos los compañeros.
- – Lo que tienes que hacer es meter menos horas, y decir que no, que nunca has sabido decir que no.
Estas dos escenas, un poco caricaturizadas, no distan mucho de la realidad. Es relativamente habitual escuchar, en procesos de selección de directivos, unas expectativas enormes al principio, respecto a su fuerza para impulsar cambios, y luego, sin embargo, tras el cartón piedra del súper-directivo, no hay un semi-Dios, sino una persona, con sus claroscuros, sus contradicciones, su letra pequeña, que acaba pesando más, en el día a día, que los grandes titulares que acompañaron su llegada.
No podemos negar que las personas somos, digamos… muy complicadas. Tendemos a expresar un autoconcepto que no necesariamente coincide con la realidad. Acusamos a los demás de comportamientos que a menudo nosotros mismos tenemos (e incluso peores).
Eso, a nivel de personas. Si las juntamos, de la interacción continuada entre personas dentro del marco de una misma organización, surge la cultura, la dichosa o bendita cultura.
Me refiero a la cultura como la manera que tenemos de hacer las cosas, y no a los procesos, a los procedimientos, a las instrucciones conscientes. La cultura no cabe en un documento, es más sutil, omnipresente y a la vez difícil de aprehender.
Escuché en alguna ocasión que la cultura es el conjunto de normas no escritas por las cuales en una empresa se contrata, se dan oportunidades, se premia, se reconoce, se recrimina, se castiga, y a veces, finalmente, se despide. La cultura es todo eso que notas cuando eres nuevo en una organización: esa manera de comportarse, de interactuar, de moverte en los ambientes, primero para no quedar mal, luego para ser reconocido.
La cultura se aprende mirando hacia arriba, hacia los superiores de cada cual, observando sus comportamientos para adaptar los propios. La cultura se replica mirando hacia abajo, proyectando unas determinadas dinámicas hacia los colaboradores, hacia los equipos.
En los procesos de transformación de organizaciones complejas, uno de los principales frenos es precisamente la cultura. El debate oficial pone el acento en el plano estratégico, y luego en cómo se traslada esa estrategia en decisiones y enfoques concretos a los distintos niveles: a qué clientes debemos dirigirnos, con qué propuesta de valor, con qué offering de servicios, con qué modelo comercial, con qué política de precios.
Esas cosas que atiborran los papeles horizontales que consultores de nivel han preparado para organizar las cabezas de directivos desenfocados. Bien.
E incluso esas decisiones bajan a los procesos clave de la organización: ¿Quién se encarga de la innovación? ¿Cómo vamos a captar y gestionar mejor a los clientes? ¿De qué manera organizamos las operaciones del negocio? Y de ahí salen modelos de trabajo, procesos, se implantan CRMs y ERPs, se instalan nuevas tecnologías (¡no se te ocurra acabar el año sin tu propia implantación de ChatGPT, no seas desalmado!). Bien también.
¿Dónde está la complicación mayor? En las personas que tienen que, no sólo asumir, sino impulsar esos cambios. Todo ese entramado de individuos que vienen viviendo una determinada cultura empresarial que, a menudo, ha castigado la iniciativa y premiado la pasividad; esa cultura que ha fomentado la obediencia por encima del debate; esa cultura que da más oportunidades al que lo tiene todo controlado que al que es más creativo y provocador.
La complicación está en que la empresa ha ido poniendo sellitos en el pasaporte interno del progreso de sus empleados, reforzando comportamientos de bajo riesgo y alta fiabilidad. Cada vez que cumples, un nuevo sello, un nuevo reconocimiento, y de vez en cuando eso se traduce en un nuevo puesto con un sueldo un poco mejor.
Y ahora, el mega plan estratégico de ultra transformación atómica dice que nos tenemos que volver todos locos y darle la vuelta a la empresa. “¡Ya! No digo que no, pero mira, ve tú primero, y si dentro de dos años veo que no te han despedido, ya comenzaré yo a cambiar alguna cosita”.
En definitiva, la cultura suele ser el freno fundamental al que se enfrentan las compañías cuando quieren cambiar severamente el ángulo de transformación, el ritmo de cambio. Lo peor que es que, siendo el principal freno, es difícil de ver.
Si en alguna ocasión te has ido de vacaciones varias semanas seguidas, puede que al volver hayas notado un olor especial. “Anda, ¿a qué huele nuestra casa?”, se pregunta el viajero recién llegado. No huele a nada distinto de lo habitual. Eso que hueles es lo normal.
De la misma manera, los directivos y empleados de una determinada compañía viven rodeados de una cultura que les condiciona, pero que no sienten, no “huelen” porque están inmersos en ella. Sólo la notan los nuevos, unos pocos meses, hasta que se acostumbran… y vuelven a quejarse, como los demás, cuando les cambian de puesto y de proyecto.
Así, sin ser realmente conscientes del motivo, a veces se certifica el fracaso de una iniciativa que era buena la empresa, atribuyéndolo a causas que poco tenían que ver la realidad: no fue la tecnología, ni la financiación, ni la estrategia, ni los accionistas, ni los competidores.
Fue la inconsciencia de lo relevante que es la cultura, que puesta al servicio del cambio puede ser un gran acelerador, pero que olvidada y ninguneada se convierte en el agujero negro que devora todo lo que atrapa.