
A aquel directivo le brillaban los ojos, créeme. Sin embargo, a los cinco minutos de escucharle, supe que su iniciativa estaba condenada al fracaso. La conversación comenzó más o menos así:
- Vamos a impulsar, desde el departamento de formación, un programa para enseñar a nuestra a gente a poner al cliente en centro. Será un programa con formación online y presencial, dirigido, especialmente, a aquellas personas que tratan directamente con clientes. ¿Nos podéis ayudar?
- Antes, un par de preguntas. En primer lugar, ¿en qué medida viene este programa impulsado por la dirección general? Y la segunda pregunta sería doble… ¿Qué horizonte temporal tenéis? y ¿con cuánto presupuesto contáis?
- Bueno, realmente, esta es una iniciativa que hemos creado desde el departamento de formación, pero no viene de arriba. Y, respecto al presupuesto, queremos cubrirlo con los fondos públicos que vayamos generando, por la Fundae.
La anécdota, versión breve de una situación que, con variantes, he vivido en varias ocasiones, me sirve de disculpa para clarificar un concepto fundamental, que merece un párrafo propio. Me voy a poner serio.
Orientarse al cliente: cambio cultural de 1ª magnitud
Hacer evolucionar a una organización para que, de verdad, se oriente al cliente, es un cambio cultural de primera magnitud. Si una iniciativa de este tipo no nace de la propiedad y la alta dirección de la empresa, estará condenada al fracaso. Aun naciendo donde debe, si no cuenta con los recursos, el tiempo y el foco suficientes, acabará siendo, como otras veces, algo que pasa y no deja rastro.
Siento ser tan contundente, pero el maquillaje (cursitos de formación sobre cómo hacer preguntas abiertas a los clientes, concursos donde le damos un premio al vendedor que mejor cuota ha hecho y zarandajas de ese estilo…) no sirve para nada, cuando los empleados de una empresa viven inmersos en una cultura donde el cliente brilla por su ausencia. Todavía hay un porcentaje notabilísimo de empresas que piensan en producto, en procesos, en silos, en el corto plazo. Y el cliente es, como muchos, simplemente esa entidad incómoda a la que le pedimos dinero a cambio de nuestras cositas, eso sí.
Es de agradecer las iniciativas que, a veces, se lanzan desde algunos departamentos que tienen una visión y buena fe, pero no la potestad y el presupuesto: me recuerdan a la anécdota de la mosca y el AVE.
Imaginemos la línea del tren de alta velocidad entre Barcelona y Madrid. En sentido Barcelona, una mosca viaja a una velocidad de 7 kilómetros por hora. En sentido Madrid, un tren va a 300 kms/h. Cuando se encuentren, habrá un momento infinitesimal en el que la mosca mirará fijamente a los focos del tren, en el preciso instante en que ambos se toquen. Si hacemos bien los cálculos, con muchos decimales, podríamos decir que la mosca frenó al AVE, aunque sea levemente. Sí, verdad, pero después de ese momento, el pobre insecto queda completamente arrasado por el tren, que continúa su trayecto como si nada.
Pues, eso es lo que les pasa a cantidad de proyectos que nacen sin la esponsorización y los recursos adecuados… que… se desvanecen, y nadie los echa de menos.
La visión del líder y el proceso a largo plazo
Transformar una empresa, como transformar un país, es algo que no se hace en un año. Requiere que un líder fuerte tenga una visión y que encabece un proceso que será largo y complejo.
De hecho, en el estudio The Five Traits of Transformative CEOs, que hizo el Boston Consulting Group, en 2018, se señalaban esos rasgos que tienen los líderes que han conseguido llevar a cabo transformaciones exitosas:
- Toman medidas decisivas rápidamente y lanzan programas formales de transformación. Estos retos tienen que abordarse de manera consciente y oficial, sin secretismos internos.
- Liberan recursos inmediatamente para financiar el viaje y se lo cuentan al mercado. ¡Nos vamos a transformar!
- Definen un claro segundo negocio en transformación para impulsar el crecimiento. En lugar de cambiar toda la empresa, eligen un negocio concreto, generalmente, aún pequeño y de alto potencial, y lo usan como ariete en el proceso de cambio.
- Están decididamente dispuestos a hacer cambios en su equipo. Este es uno de los rasgos que más me gustan. A veces, quienes nos ayudaron a llegar hasta el presente no tienen por qué ser los que acometan la construcción de ese nuevo futuro. Esto no significa que seamos malas personas o que haya que despedirles. Pero, sí puede suponer cambios en el equipo que lidera el cambio.
- Por último, se comprometen con programas de transformación a largo plazo con suficiente alcance y escala.
Quiero detenerme en este último punto, ya que es uno de los males endémicos de las organizaciones. No es infrecuente ver que los planes de transformación tengan un horizonte muy corto. Se debe, sobre todo, porque quien lo impulsa tiene la expectativa de beneficiarse del resultado positivo de ese plan. Eso no siempre es posible, porque, en las grandes empresas, la expectativa de permanecer en la posición, para un CEO, es sólo unos pocos años. Por tanto, se trunca el poder del cambio, tratando de conseguir ver un impacto a corto de acciones que, por su naturaleza, tienen un rendimiento a largo plazo.
Es lo mismo que pasa en la política. Hay quien sostiene que es la constante presencia de convocatorias electorales (locales, nacionales, regionales, europeas en la UE) lo que hace que los países occidentales acabemos perdiendo la batalla contra otras zonas del planeta donde no hay democracia (ponga usted aquí el nombre de su dictadura favorita). Cuando no hay un votante al que pedirle el apoyo, los gobiernos se atreven a tomar medidas cuyos resultados aparecen más allá del plazo de los típicos 4 años que tiene un gobernante en países como el nuestro. Así pues, pueden tomar decisiones estratégicas más transformadoras, mientras que el político occidental está más pendiente de no ser enviado a la oposición que de tener un impacto real en la estructura del país, a largo plazo.
Atención: Con este argumento no estoy diciendo que las dictaduras sean mejores que las democracias, sino que debemos exigir un tipo de liderazgo con la visión y la generosidad como para lanzar esos programas de transformación que superen las barreras de los ciclos electorales. Veamos un caso concreto.
Impacto transformador
Recuerdo que hace ya muchos años escuché decir a Miquel Roca, padre de la Constitución Española, que “España no tiene problemas económicos, sino que tiene síntomas económicos de un único problema, que es nuestro sistema educativo”. Y es que, si cambiáramos de verdad el modelo educativo, el impacto transformador sería inimaginable.
Sin embargo, han pasado más de 40 años desde el inicio de nuestra democracia, y aún no hemos sido capaces de pactar un sistema educativo que sea estable y que permanezca cuando hay un cambio de gobierno. A cambio, tenemos ya varias generaciones que salen sólo medio preparadas de un sistema que recuerda más al modelo de los años 70: Memorizar, repetir, olvidar. ¡Ay!
Ésa es la falta de liderazgo que condena a un país a seguir por la vía del AVE, a tan sólo siete kilómetros por hora, mirando anestesiados, sonrientes y confiados a un futuro que se aproxima hacia nosotros a una velocidad inusitada, convencidos de que podremos enfrentarnos a él con éxito.