
Cuando eres CEO, te preparas para gestionar imprevistos. Pero la realidad es que nadie te entrena para la gestión de crisis consecutivas de gran magnitud. La pandemia, la crisis de suministros y las dos danas vividas nos han recordado, una vez más, que el entorno empresarial es cada vez más volátil y que la capacidad de respuesta debe ser ágil e inmediata.
Sin embargo, de cada desafío nace una oportunidad. Sectores como el agrario, la industria alimentaria, la automoción, el comercio y la logística –los más golpeados por estas situaciones– han tenido que aplicar, casi sobre la marcha, lecciones de resiliencia y adaptación. Muchas empresas han recurrido a los ERTE y se han visto obligadas a replantear su estrategia, diversificar productos y buscar nuevas formas de mantener el servicio en un contexto de constante cambio.
El sector turístico es un ejemplo claro de esta capacidad de reinvención. Ante cancelaciones y daños en infraestructuras, ha tenido que activar planes de contingencia climática, diversificar su oferta con propuestas menos dependientes de la estacionalidad y apostar por instalaciones más preparadas para fenómenos extremos.
En el ámbito de la construcción, hemos visto cómo se ha acelerado la apuesta por materiales resistentes a la humedad y soluciones que minimicen el impacto de futuras inundaciones. La digitalización también ha jugado un papel fundamental, puesto que ha permitido el control remoto de proyectos y la optimización de recursos en momentos críticos.
Asimismo, no podemos olvidar el impacto que estas crisis han tenido en materias primas esenciales para la economía valenciana, como el metal y la madera, que han sufrido alteraciones en su disponibilidad y distribución.
Mientras otras regiones continuaban operando con cierta normalidad, aquí hemos tenido que demostrar una capacidad de adaptación extraordinaria, buscando alternativas para mantener la competitividad y poder seguir dando servicio a nuestros clientes.
Como CEO, esta situación me ha reforzado una idea clave: la resiliencia ya no es un valor añadido, es una necesidad. Adaptarse, diversificar, tener planes alternativos… todo esto se ha convertido en parte del día a día. Pero también me surge la pregunta: ¿hasta qué punto podemos improvisar continuamente sin que eso afecte a la estructura y estabilidad de la empresa?
En más de una ocasión, recurro a las conversaciones con mi padre, que me recuerda que cada época ha tenido sus crisis, pero que la diferencia la marca la serenidad con la que se lidera, el cuidado hacia el equipo y el tener visión a largo plazo.
Afortunadamente, en Blatem no sufrimos pérdidas materiales ni humanas, pero sí contamos con personas de nuestro equipo que se vieron gravemente afectadas. Nuestro papel, además de reactivar la actividad empresarial, fue también el de ser humanos, estar cerca de ellos, acompañarlos y brindarles apoyo en la medida de lo posible.
Recuerdo que fueron meses duros, la preparación de pedidos y la fabricación de productos se vieron seriamente condicionadas. El esfuerzo fue enorme y, sin duda, nos ha pasado factura. Esta situación, inevitablemente, me ha recordado a lo vivido durante la pandemia: la sensación de paralización inmediata, la responsabilidad constante de innovar para continuar en el mercado y la necesidad de tomar decisiones que afectan a familias enteras.
Es por ello que me gustaría destacar que esta segunda dana nos ha dejado una lección clara: las empresas debemos estar preparadas para lo inesperado, reforzar nuestras capacidades de respuesta y fortalecer nuestros equipos para afrontar situaciones que, cada vez más, formarán parte del nuevo escenario empresarial.
Por esta razón, la forma en que afrontamos estos retos marcará la diferencia en nuestra capacidad de agudizar el ingenio para seguir avanzando, pero, sobre todo, nos hará más fuertes.