
“¿Cuál es la mejor forma de evaluar el potencial de generación de valor de una compañía? ¿El EBIT o el EBITDA?”. Es una buena pregunta, no cabe duda. Aún es mejor, si te digo quién me la hizo. Pero no quiero desvelar aún el secreto.
Estimar el valor de una empresa no es una tarea especialmente compleja. Hay varios métodos muy comprobados y, en general, muy fiables. Excepto con las startups: son tan pequeñas que uno no sabe muy bien cómo evaluar el potencial real.
De hecho, hace unos años tuve el honor de participar como asesor en la mesa que aprobaba las operaciones de inversión de un fondo de venture capital, especializado (¡cómo casi siempre!) en empresas tecnológicas.
Su pain era el siguiente: a pesar de todo el proceso de evaluación de empresas candidatas (si la idea era buena, si la tecnología tenía sentido, si había potencial de mercado, si los fundadores eran tipos fiables… esas cosas), luego no había una correlación clara entre sus decisiones y el éxito o no de una participada. ¿Cómo podía ser? ¡Habían puesto tanto talento en evaluar en detalle cada oportunidad! Sin embargo, no podían anticipar cuándo y por qué llegaban los esperados ingresos.
Se llevaron a cabo una serie de, digamos, autopsias, para aprender por qué no conseguían acertar más. Dos fueron las conclusiones.
En primer lugar, durante el proceso de evaluación, se miraba todo con lupa, excepto el modelo comercial y de distribución. ¿Cómo vamos a llegar al mercado? Puede estar la sociedad repleta de clientes potenciales que nos comprarían, sí, pero están las estanterías llenas de productos y servicios estupendos creados por ingenieros que no saben vender, ni comercializar, que no es lo mismo.
En segundo lugar, se solía dar la ausencia del más elemental conocimiento sobre administración de empresa: propuesta de valor, activo, pasivo, la diferencia entre ingresos y cobros, y entre gastos y pagos… Ay, esas cosas tan básicas, pero que tantos errores pueden evitar, si se conocen.
A partir de aquel momento, se introdujeron tres novedades clave en el fondo de capital riesgo. En el proceso de evaluación, se añadió todo un bloque de modelo comercial, para asegurarnos de que el go-to-market tenía sentido y, por tanto, que no sólo eran viables el producto, el servicio, y la tecnología que los creaba, sino que teníamos una aproximación clara para llegar a los clientes de forma rápida, eficiente y sostenible.
Se consideraba también la cultura de gestión de los promotores: ¿Saben algo de lo que supone una empresa? En muchos casos, la respuesta era negativa y, por eso, por último, se añadió un acompañamiento muy práctico a los emprendedores durante los primeros años, para asegurar que las decisiones de negocio se habían tomado también considerando esa capa de administración empresarial imprescindible para no meter la pata.
Desde hace un par de meses tengo la fortuna de colaborar como profesor asociado de Business Administration en la Universidad Carlos III de Madrid, en los grados de Data Science y Aerospace Engineering, ambos son en inglés, con alumnos españoles y de muchos otros países.
Cuando digo que tengo la fortuna, no es una broma, o falsa modestia. Creo, sinceramente, que el más beneficiado en una clase es, de verdad, el profesor, por muchas razones, que ya contaré en otra ocasión.
Y en este caso en particular, me han tocado unos alumnos estupendos. El primer día me miraban como la vaca al tren, como preguntándose por qué demonios hay que estudiar administración de empresas, cuando ellos ya eligieron ser ingenieros, y no un grado de ADE. Llevamos ya unas semanas, y oye, me hacen preguntas muy avanzadas para estudiantes de su edad, más aún teniendo en cuenta su pasado y sus intereses.
Durante décadas, hemos estado produciendo hiper especialistas en nuestras universidades. De un tiempo a esta parte, se está avanzando hacia lo que se llama T-shaped skills, o “habilidades en forma de T”. Esto quiere decir que, por supuesto, es buenísimo ser especialista en una materia (la parte vertical de la T), pero también es bueno ese conocimiento sobre otros aspectos que hacen al profesional no sólo compatible con otros ámbitos del saber; lo hacen más completo, integral, polivalente (la parte horizontal de la T). Y con menor riesgo de meter la pata.
Por eso, la anécdota del estudiante de ingeniería que quiere entender la diferencia entre EBIT y EBITDA a la hora de evaluar una compañía. Es un buen ejemplo de la relevancia que tiene el saber transversal, rompiendo con el tópico de que los ingenieros no quieren saber nada de economía o de empresa. O viceversa.
Nos queda la segunda mitad del cuatrimestre, y veo a mis alumnos razonablemente contentos. Me quedo con el comentario cómplice de uno de ellos cuando, el pasado viernes a última hora me dijo, como confesándose: “Profe, hay que reconocer que esto de la dirección de empresas es muy interesante”.
Y útil, querido alumno, muy útil. Como mínimo, te hará mejor ingeniero. Y, probablemente, si decides emprender al acabar la carrera, hará que tu startup tenga más posibilidades de triunfar. Créeme.